Mi novio de aquel entonces era una fanática de la cultura japonesa y yo empecé a interesarme por ella. Él había conseguido una beca de un año en Tokio para continuar sus estudios y me invitó a irme con él. Como yo tenía conocimientos de fotografía quería que le ayudara a elaborar una guía de viaje bastante particular. Me lancé a la piscina y me fui con él. Y aunque mi relación no superó aquel viaje a Japón sí que cambió mi vida en otro aspecto: supe que quería ser fotógrafa profesional.
Al volver a España no lo dudé ni un minuto, me apunté a un Master en Fotografía Documental Madrid del que tenía muy buenas referencias por algunos amigos del gremio. Tuve la suerte de conocer previamente a un profesor al que le mostré parte del trabajo que había hecho en Japón: quedó muy sorprendido y me animó a dar el siguiente paso.
Pero mis primeros pasos en el master no fueron tan sencillos como yo pensaba. Hay que tener en cuenta que yo no tenía ninguna formación específica en bellas artes ni fotografía. Había estudiado unos años de literatura y lo había dejado cuando me di cuenta que no era lo mío y que tampoco quería ser profesora. Cuando empecé a ver que otros compañeros sí tenían formación previa me deprimí un poco: me tocaba trabajar más que la mayoría para ponerme a su nivel.
Y es que una cosa es el talento que puedas tener y otra las habilidades técnicas y el conocimiento. De hecho, algún profesor nos comentó que casi es más importante lo segundo que lo primero: si has trabado mucho y dominas la profesión podrás vivir de ello, aunque tengas menos talento, pero solo con talento no se llega ningún lado.
En los peores momentos de mi paso por el Master en Fotografía Documental Madrid trataba de revisar mi trabajo en aquel viaje a Japón y recuperar el entusiasmo: sabía que tenía madera de fotógrafa, pero todavía debía trabajar más. Fue al terminar con éxito el master cuando me quité un gran peso de encima: ya podía considerarme una verdadera profesional.